Salvoj Žižek: La revuelta de la burguesía asalariada

Publicado originalmente en: http://www.lrb.co.uk/v34/n02/slavoj-zizek/the-revolt-of-the-salaried-bourgeoisie el 26 de enero, 2012.

¿Cómo se convirtió Bill Gates en el hombre más rico de Estados Unidos? Su riqueza no tiene nada que ver con que Microsoft produzca buen software a precios más bajos que la competencia o con que “explote” a sus trabajadores de forma más exitosa (Microsoft paga a sus trabajadores intelectuales un salario relativamente alto). Millones de personas aún compran el software de Microsoft porque Microsoft se ha impuesto a sí mismo como un estándar casi universal, prácticamente monopolizando el terreno, como una encarnación de lo que Marx llamó el “intelecto general”, refiriéndose al conocimiento colectivo en todas sus formas, desde la ciencia hasta el knowhow práctico. Gates privatizó de forma efectiva parte del intelecto general y se hizo rico apropiándose de la renta así derivada.

La posibilidad de privatizar el intelecto general fue algo que Marx nunca previó en sus escritos sobre el capitalismo (en gran parte porque pasó por alto su dimensión social). No obstante, está en el meollo de las actuales luchas por la propiedad intelectual: al aumentar el papel del intelecto general—basado en el conocimiento colectivo y la cooperación social—en el capitalismo post-industrial, la riqueza se acumula sin guardar proporción alguna con el trabajo empleado en su producción. El resultado no es, tal como parecía haber esperado Marx, la auto-disolución del capitalismo, sino la transformación gradual del beneficio generado por la explotación del trabajo en renta apropiada a través de la privatización del conocimiento.

Lo mismo aplica a los recursos naturales, cuya explotación constituye una de las fuentes principales de renta en el mundo. Hay una lucha permanente por quién obtiene esta renta: los ciudadanos del Tercer Mundo o las corporaciones occidentales. Resulta irónico que al explicar la diferencia entre trabajo (que en su uso produce plusvalía) y otras mercancías (que consumen todo su valor en su uso), Marx usa al petróleo como ejemplo de mercancía “ordinaria”. Cualquier intento actual de vincular el alza y la caída del precio del petróleo con el alza y la caída de los costos de producción o el precio de la explotación del trabajo carecería de sentido: los costos de producción son insignificantes como proporción del precio que pagamos por el petróleo, un precio que en realidad es la renta que los dueños del recurso pueden exigir gracias a su reserva limitada.

Una consecuencia del alza en la productividad generada por el impacto exponencialmente creciente del conocimiento colectivo es un cambio en el papel del desempleo. Es el mismo éxito del capitalismo (mayor eficiencia, productividad incrementada, etc.) lo que produce desempleo, tornando innecesarios a más y más trabajadores: lo que debería ser una bendición—menor necesidad de trabajo duro—se vuelve una maldición. O, dicho de otra manera, la oportunidad de ser explotado en un empleo de larga duración se percibe ahora como un privilegio. El mercado mundial, tal como Fredric Jameson ha dicho, es “un espacio en el que todos han sido trabajadores productivos alguna vez, y en el que el trabajo en todas partes ha comenzado a valuarse a sí mismo fuera del sistema”. En el continuo proceso de la globalización capitalista, la categoría de desempleado ya no está limitada al “ejército de reserva laboral” de Marx; también incluye, como Jameson anota, “aquellas poblaciones masivas alrededor del mundo que, por decirlo así, han ‘desertado de la historia’, que han sido excluidas deliberadamente de los proyectos modernizadores del capitalismo del Primer Mundo y descartadas como casos insalvables o terminales”: los así llamados estados fallidos (Congo, Somalia), víctimas de la hambruna o de los desastres ecológicos, aquellos atrapados por “odios étnicos” pseudo-arcaicos, objetos de la filantropía y ONGs u objetivos de la lucha contra el terrorismo. La categoría del desempleado se ha expandido consecuentemente para abarcar a un amplio rango de personas, desde los desempleados temporales, los que ya no son empleables y los desempleados permanentes, hasta los habitantes de ghettos y las chabolas (todos aquellos usualmente descartados por Marx como “lumpen-proletarios”), y finalmente, las poblaciones enteras y los estados excluidos del proceso capitalista global, como los espacios en blanco en los mapas antiguos.

Algunos dicen que esta nueva forma de capitalismo provee nuevas posibilidades de emancipación. Esta es la tesis que plantean Hardt y Negri en Multitud, que intenta radicalizar a Marx, quien sostenía que si se le corta la cabeza al capitalismo obtendríamos el socialismo. Marx, tal como ellos lo entienden, estuvo limitado por la historia: él pensaba en términos de un trabajo industrial centralizado, automatizado y organizado jerárquicamente, con el resultado de que entendió el “intelecto general” como algo similar a una agencia de planificación central; solamente hoy, con el auge del “trabajo inmaterial”, se vuelve “objetivamente posible” una inversión revolucionaria. Este trabajo inmaterial se extiende entre dos polos: desde el trabajo intelectual (la producción de ideas, textos, programas informáticos, etc.) hasta el trabajo afectivo (llevado a cabo por doctores, babysitters y auxiliares de vuelo). Hoy, el trabajo inmaterial es “hegemónico” en el sentido en que Marx afirmó que, en el capitalismo del siglo XIX, la producción industrial masiva era hegemónica: se impuso a sí misma no por la fuerza de los números sino al jugar el papel clave, emblemático estructural. Lo que surge es un vasto dominio nuevo llamado el “procomún”: el conocimiento compartido y nuevas formas de comunicación y cooperación. Los productos de la producción inmaterial no son objetos sino nuevas relaciones sociales o interpersonales; la producción inmaterial es bio-política, la producción de la vida social.

Hardt y Negri están describiendo aquí el proceso que los ideólogos del capitalismo “postmoderno” de hoy celebran como el paso de la producción material a la simbólica, de la lógica centralista-jerárquica a la lógica de la auto-organización y cooperación multi-centrada. La diferencia es que Hardt y Negri son fieles a Marx: están intentando probar que tenía razón, que el auge del intelecto general es incompatible con el capitalismo en el largo plazo. Los ideólogos del capitalismo postmoderno están reivindicando exactamente lo contrario: la teoría (y práctica) marxista, aducen,  permanece dentro de los límites de la lógica jerárquica del control centralizado del estado y por ende no puede hacer frente a los efectos sociales de la revolución de la información. Existen buenas razones empíricas para esta afirmación: lo que efectivamente arruinó a los regímenes comunistas fue su incapacidad para adaptarse a la nueva lógica social sostenida por la revolución de la información. Intentaron conducir la revolución, hacer de ella otro proyecto de planeamiento estatal centralizado a gran escala. La paradoja es que lo que Hardt y Negri celebran como la oportunidad singular de superar el capitalismo es celebrada por los ideólogos de la revolución de la información como el surgimiento de un nuevo capitalismo “sin fricciones”.

El análisis de Hardt y Negri tiene algunos puntos débiles que nos ayudan a comprender cómo el capitalismo ha sido capaz de sobrevivir lo que debería haber sido (en términos marxistas clásicos) una nueva organización de la producción que lo tornara obsoleto. Ellos subestiman el grado en que el capitalismo de hoy en día ha privatizado exitosamente (por lo menos en el corto plazo) el intelecto general, así como el grado en que, más que la burguesía, los mismos trabajadores se están volviendo superfluos (con números cada vez mayores volviéndose no solo temporalmente desempleados sino estructuralmente inempleables).

Si el viejo capitalismo idealmente involucraba un empresario que invertía su dinero (propio o prestado) en la producción que él organizaba y dirigía, y luego cosechaba ganancias de ello, un nuevo tipo ideal emerge hoy en día: ya no es el empresario dueño de su propia compañía, sino el gerente experto (o una directiva gerencial presidida por un consejero delegado) que dirige una compañía de propiedad de bancos (también dirigidos por gerentes que no son dueños del banco) o por inversores dispersos. En este nuevo tipo ideal de capitalismo, la vieja burguesía, tornada no-funcional, adquiere una nueva función como gerencia asalariada: los miembros de la nueva burguesía ganan sueldos, e incluso si son dueños de parte de la compañía, ganan acciones como parte de su remuneración (“bonos” por su “éxito”).

Esta nueva burguesía aún se apropia de la plusvalía, pero en la forma (mistificada) de lo que ha venido a llamarse “salario excedente”: son pagados considerablemente más que el proletario “salario mínimo” (un punto de referencia usualmente mítico cuyo único ejemplo real en la economía global de hoy es el salario de un obrero explotado de una fábrica en China o Indonesia), y es esta diferencia con los proletarios comunes lo que determina su estatus. La burguesía en el sentido clásico tiende así a desaparecer: los capitalistas reaparecen como un subconjunto de trabajadores asalariados, como directivos que están calificados para ganar más en virtud de sus capacidades (que es por lo que la “evaluación” pseudo-científica es crucial: legitima las desigualdades). Lejos de limitarse a los gerentes, la categoría de trabajadores que ganan un salario excedente se extiende a todo tipo de expertos, administradores, funcionarios públicos, doctores, abogados, periodistas, intelectuales y artistas. El excedente adquiere dos formas: más dinero (para gerentes, etc.), pero también menos trabajo y más tiempo libre (para—algunos—intelectuales pero también para administradores públicos, etc.).

El procedimiento de evaluación usado para decidir qué trabajadores reciben un salario excedente es un mecanismo arbitrario de poder e ideología, sin ningún nexo serio con la capacidad real; el salario excedente existe no por razones económicas sino políticas: para mantener una “clase media” con el propósito de la estabilidad social. La arbitrariedad de la jerarquía social no es un error, sino todo su sentido, con la arbitrariedad de la evaluación jugando un papel análogo al de la arbitrariedad del éxito de mercado. La violencia amenaza con explotar no cuando hay demasiada contingencia en el espacio social, sino cuando uno trata de eliminar la contingencia. En La Marque du sacré, Jean-Pierre Dupuy concibe la jerarquía como uno de los cuatro procedimientos (“dispositifs symboliques”) cuya función es hacer que la relación de superioridad no sea humillante: la jerarquía misma (un orden impuesto externamente que me permite experimentar mi estatus social más bajo como independiente de mi valor inherente); la desmitificación (el procedimiento ideológico que demuestra que la sociedad no es una meritocracia sino el producto de luchas sociales objetivas, que me permite evitar la dolorosa conclusión de que la superioridad de alguien más es el resultado de sus méritos y logros); la contingencia (un mecanismo similar, por el cual venimos a entender que nuestra posición en la escala social depende de una lotería natural y social; los afortunados son aquellos nacidos con los genes adecuados en familias ricas); y la complejidad (fuerzas incontrolables tienen consecuencias impredecibles; por ejemplo, la mano invisible del mercado puede llevar a mi fracaso y al éxito de mi vecino, incluso si trabajo mucho más duro y soy mucho más inteligente). Contra las apariencias, estos mecanismos no impugnan o amenazan la jerarquía, sino que la hacen digerible, ya que “lo que desencadena el desorden de la envidia es la idea de que el otro merece su buena suerte y no la idea opuesta—que es la única que puede ser abiertamente expresada”. Dupuy extrae de esta premisa la conclusión de que es un gran error creer que una sociedad razonablemente justa que también se percibe a sí misma como justa estará libre de resentimiento: al contrario, es en tales sociedades que aquellos que ocupan posiciones inferiores encontrarán en los arrebatos violentos de resentimiento una vía de escape para su orgullo herido.

Unido a ello está el impasse al que hoy se enfrenta China: la meta ideal de las reformas de Deng fue introducir el capitalismo sin una burguesía (dado que formaría la nueva clase dominante); no obstante, ahora los líderes chinos están haciendo el penoso descubrimiento que el capitalismo sin la jerarquía asentada facilitada por la existencia de una burguesía genera una inestabilidad permanente. Luego, ¿qué camino ha de tomar China? Generalmente, los antiguos comunistas emergen como los administradores más eficientes del capitalismo porque su histórica enemistad hacia la burguesía como clase encaja perfectamente con la tendencia del capitalismo actual de convertirse en un capitalismo gerencial sin una burguesía—en ambos casos, tal como Stalin lo dijo hace mucho, “los cuadros deciden todo”. (Una diferencia interesante entre la China y Rusia de hoy: en Rusia, los profesores universitarios son ridículamente mal pagados—ya son de facto parte del proletariado—mientras que en China se les provee de un cómodo salario excedente para garantizar su docilidad.)

La noción de salario excedente también arroja nueva luz sobre las continuas protestas “anti-capitalistas”. En épocas de crisis, los candidatos obvios para “ajustarse el cinturón” son los niveles más bajos de la burguesía asalariada: la protesta política es su único recurso si han de evitar unirse al proletariado. Aunque sus protestas están nominalmente dirigidas contra la lógica brutal del mercado, de hecho están protestando contra la erosión gradual de su posición económica (políticamente) privilegiada. En La rebelión de Atlas, Ayn Rand fantasea con capitalistas “creativos” en huelga, una fantasía que encuentra su realización perversa en las huelgas actuales, la mayoría de las cuales son llevadas a cabo por una “burguesía asalariada” impulsada por el miedo a perder su salario excedente. Estas no son protestas proletarias, sino protestas contra la amenaza de ser reducidos a proletarios. ¿Quién se atreve a hacer huelga hoy, cuando tener un trabajo permanente es en sí mismo un privilegio? No los trabajadores mal pagados en (lo que queda de) la industria textil, etc., sino los trabajadores privilegiados que tienen trabajos garantizados (profesores, empleados del transporte público, policías). Esto también da cuenta de la ola de protestas estudiantiles: su principal motivación, puede argüirse, es el miedo de que la educación superior ya no les garantice un salario excedente en el futuro.

Simultáneamente, resulta claro que el enorme renacimiento de la protesta durante el año pasado, desde la Primavera Árabe hasta Europa Occidental, desde Occupy Wall Street hasta China, desde España hasta Grecia, no debe ser descartado meramente como la revuelta de la burguesía asalariada. Cada caso debería ser tratado según sus propios méritos. Las protestas contra la reforma universitaria en el Reino Unido fueron claramente diferentes de las revueltas de agosto, que fueron un carnaval consumista de destrucción, una verdadera explosión de los excluidos. Uno podría argumentar que las revueltas de Egipto comenzaron en parte como una revuelta de la burguesía asalariada (con jóvenes educados protestando por su falta de perspectivas), pero este fue solo un aspecto de una protesta mayor contra un régimen opresivo. Por otro lado, la protesta no movilizó realmente a los trabajadores pobres y a los campesinos y la victoria electoral de los islamistas hace evidente la estrecha base social de la protesta secular original. Grecia es un caso especial: en las últimas décadas se creó una nueva burguesía asalariada (especialmente en la sobredimensionada administración pública) gracias a la ayuda financiera de la UE, y las protestas estuvieron motivadas en gran medida por la amenaza de un fin a todo esto.

La proletarización de la burguesía de menor salario está acompañada en su extremo opuesto por la remuneración irracionalmente alta de los gerentes y banqueros “top” (irracional ya que, tal como las investigaciones han demostrado en los EE.UU., tiende a ser proporcionalmente inversa al éxito de la compañía). Antes que someter estas tendencias a una crítica moralizante, deberíamos interpretarlas como signos de que el sistema capitalista ya no es capaz de alcanzar la estabilidad auto-regulada—en otras palabras, amenaza con salirse de control.